Opinión: Los señores de la guerra de agua

Si hiciéramos una encuesta en Castilla-La Mancha, en Aragón, en la Comunidad Valenciana o en Murcia, estoy seguro de que la inmensa mayoría de los entrevistados estarían a favor de un pacto de Estado para el reparto del agua. Sin embargo, esos mismos ciudadanos siguen respaldando abrumadoramente a líderes que va a ser muy difícil que se pongan de acuerdo porque defienden posturas casi irreconciliables. Y es que hay pocos políticos más antitrasvasistas que el aragonés Marcelino Iglesias o que el castellano-manchego José María Barreda, ni dirigentes más entusiastas de los trasvases que el murciano Ramón Luis Valcárcel o que el valenciano Francisco Camps. Como quiera que estos cuatro señores de la guerra (del agua) salieron reforzados de la votación del 27-M, todo hace pensar que tendremos guerra (del agua) para rato. Es lo que han querido los votantes. Y los votantes, como los clientes, siempre llevan razón, incluso cuando se equivocan.

Si el pueblo pide guerra, va a tener guerra. Habrá guerra en los parlamentos, guerra ante los micrófonos y guerra, por supuesto, también en los tribunales. El Constitucional tendrá que resolver en los próximos meses los recursos que han presentado, todos contra todos, contra las reformas de los estatutos de Cataluña, Comunidad Valenciana, Andalucía, Castilla y León, Aragón y Castilla-La Mancha. Lo más surrealista es que, a excepción del catalán, el resto han sido pactados por PSOE y PP, y que los mismos partidos defienden justo lo contrario en unas y otras comunidades. Hasta Juan Carlos Rodríguez Ibarra, antes de marcharse, ha dejado recurrido el estatuto de Manuel Chaves, que en materia hídrica está más de acuerdo con Javier Arenas que con su histórico compañero de partido en Extremadura. Ver para creer.

Jamás la política había hecho tantos y tan extraños compañeros de viaje como en esta guerra (del agua). Con tal de salvar cada uno su poltrona, no sólo perjudican los intereses generales de los españoles, sino que están dispuestos a dañar la integridad de sus propios partidos políticos.

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